Ante los ojos de mi memoria, sobre la mesa de la señorita, mi maestra hasta la clase de los mayores del señor Servant, se materializa la pequeña bola de cristal. Cuando nos habíamos portado bien, se nos permitía darle la vuelta y sostenerla en la palma de la mano hasta que cayera el ultimo copo al pie de la torre Eiffel cromada. Aun no había cumplido siete años y ya sabia que la lenta melopea de las pequeñas partículas algodonosas prefigura lo que siente el corazón durante una gran alegría. La duración se ralentiza y se dilata, el ballet se eterniza en la ausencia de obstáculos, y cuando se posa el ultimo copo, sabemos que hemos vivido ese instante fuera del tiempo que es la marca de las grandes iluminaciones. A menudo,de niña, me preguntaba si estaría a mi alcance vivir instantes semejantes y hallarme en el corazón del lento y majestuoso ballet de copos, liberada por fin del tedioso frenesí del tiempo.
¿Es acaso, sentirse desnuda? Libre el cuerpo de todo vestido, el espíritu sin embargo no se libera de sus aderezos. Pero la invitación de Ozu había provocado en mi el sentimiento de esa desnudez total que es la del alma sola y que, nimbada de copos, provocaba ahora en mi corazón una suerte de deliciosa quemazon.
Lo miro.
Y me zambullo en el agua negra, profunda, helada y exquisita del instante fuera de tiempo.
(La elegancia del erizo, Muriel Barbery)
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