Los jugadores hicieron su aparición en el terreno y desde ese momento ya empecé a sentir una suerte de fascinación. Al principio no lo entendía del todo, eran las mismas imágenes que de costumbre pero producían en mí un efecto nuevo, como un cosquilleo, una tensión, un "estoy conteniendo el aliento".
......
Se me hizo la luz cuando los del equipo neozelandés empezaron su haka. Entre ellos había un jugador maorí muy alto y muy joven. Era éste el que había atraído mi atención desde el principio, sin duda por su estatura primero, y luego también por su manera de moverse. Un tipo de movimiento muy curioso, muy fluido pero sobre todo muy concentrado, quiero decir, muy concentrado en sí mismo. La mayoría de la gente cuando se mueve lo hace en función de lo que tiene alrededor.
........
No sé muy bien como explicarlo, pero cuando te desplazas, de alguna manera ese movimiento hacia algo te desestructura: estás ahí y a la vez ya no estás porque estás yendo a otra parte. Para dejar de desestructurarse habría que dejar de moverse por completo. O te mueves y ya no estás entero, o estás entero y no te puedes mover. Pero ese jugador en cambio, en cuanto salió al terreno de juego sentí respecto a él una cosa distinta. La impresión de verlo moverse, sí, pero a la vez seguía ahí. Absurdo ¿verdad?
Tenía hipnotizado a todo el mundo, pero nadie sabía exactamente por qué. Sin embargo, el motivo se hizo patente durante el haka: se movía, hacía los mismos gestos que los demás (darse palmadas en los muslos, aporrear el suelo rítmicamente, tocarse los codos, todo ello clavando los ojos en los del adversario con aire de guerrero nervioso) pero, mientras que los gestos de los demás se dirigían hacia sus adversarios y hacia todo el estadio que los estaba mirando, los gestos de este jugador permanecían en él, estaban concentrados en él mismo, y ello le confería una presencia y una intensidad increíbles. Y como consecuencia de ello, el haka, que es un canto guerrero, adquiría toda su fuerza.
Lo que hace la fuerza del soldado no es la energía que emplea en intimidar a su adversario enviándole un montón de señales, sino la fuerza que es capaz de concentrar en sí mismo, centrándose en sí, sin salir de sí mismo. El jugador maorí se convertía en un árbol, un gran roble indestructible con raíces profundas, que irradiaba una fuerza poderosa, de la que todo el mundo era consciente. Y sin embargo, uno tenía la certeza de que ese gran roble también podía echar a volar, que iba a ser tan rápido como el viento, a pesar de o gracias a sus grandes raíces.
Entonces, a partir de ese momento me puse a seguir el partido con atención buscando siempre lo mismo: esos momentos compactos en que un jugador se convertía en su propio movimiento sin la necesidad de fragmentarse dirigiéndose hacia algo. ¡Y vi montones de ellos! En todas las fases del juego: en las melés, con un punto de equilibrio evidente, un jugador que encontraba sus raíces, convirtiéndose así en una pequeña ancla bien sólida que le daba su fuerza al grupo; en las fases de despliegue, con un jugador que encontraba la velocidad precisa al dejar de pensar en anotar, al concentrarse en su propio movimiento, y que corría como si estuviera en estado de gracia, con el balón pegado al cuerpo; en la exaltación de los pateadores, que se aislaban del resto del mundo para encontrar el movimiento perfecto del pie. Pero ninguno llegaba a la perfección del jugador maorí.
Los comentaristas eran un poco reacios a prodigarse en alabanzas, pero con todo tampoco lograban ocultar que acabábamos de presenciar algo verdaderamente bello: un jugador que corría sin moverse dejando a todo el mundo atrás. Eran los otros los que parecía hacer movimientos frenéticos y torpes, incapaces de alcanzarlo.
(La elegancia del erizo; Muriel Barbery)
...
No hay comentarios:
Publicar un comentario